
Don Alonso Quijana, trastornado por la lectura de estas, toma conciencia de ser un caballero andante, institución anacrónica en los días en que vive. El disparate tiñe todas sus acciones desde que decide partir, sin rumbo fijo y a lomos de su caballo Rocinante, de su pequeño pueblo manchego para deshacer entuertos, siguiendo el ejemplo de sus predecesores.
Como buen caballero andante, se procura los servicios de un escudero, encomendando esta gloriosa misión a Sancho Panza, un vecino caracterizado por las múltiples facetas que vamos descubriendo en su carácter: una simplicidad llena de sentido común, una combinación de sabiduría popular y marcada rusticidad, una desmedida ambición por el poder, que, sin embargo, no tiene necesidad de ocultar; una debilidad por el buen comer, el vino y la vida acomodada, una elevada dosis de picaresca y un corazón auténtico, que le lleva a decir siempre lo que piensa y a soportar indecibles tormentos antes de pecar de desleal. Es asimismo una factoría de refranes, los cuales evacúa por doquier y casi cada vez que habla, muy a pesar de su amo, quien le recrimina que los engarce siempre sin orden ni concierto, es decir, sin venir nunca a cuento.
Se da en don Quijote una extraña paradoja: es un hombre tan versado en no pocas disciplinas, con especial acento en la filosofía, que a muchos oculta su locura cuando hace uso de la palabra, siendo sus hechos los que después descubren su falta de cordura. Y no es sino hasta sus últimas horas, en su lecho de muerte, cuando recupera la salud mental y aborrece las novelas de caballerías, que tanto lo habían trastornado. Después de expirar nuestro héroe, se pone fin a la segunda y última parte del Quijote, cuyo autor quiso dejar claro en el prólogo que le daba muerte para evitar que se volviera a mancillar el nombre de su andante caballero con burdas imitaciones, en clara alusión a la versión apócrifa de Avellaneda, surgida tras la publicación de la parte primera. El propio don Quijote de la obra cervantina tiene ocasión de hojearla, concluyendo tras su lectura que no podría escribir una obra peor ni proponiéndoselo.

En efecto, siglos después de su primera impresión, pocos sitios quedan en el mundo en los que no se reconozcan estas palabras: «En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…».
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