
Esta reflexión viene en recuerdo de una de las peores escenas sociales que he visto, acontecida un triste día en las calles de una Ciudad. Era una fría mañana de lluvia, caminaba por una calle, que conecta la plaza con el centro de la ciudad. Allí, en el helado suelo yacía un hombre dormido, de los que llaman sin techo, la gente pasaba a su alrededor esquivándole y pisoteando a escasos centímetros de su cabeza. Unos pasos delante mío caminaba un hombre, alto, delgado, de unos cuarenta años, y al llegar a la altura del indigente le veo agitar los brazos indignado, con los ojos llenos de ira, mirando hacia los lados y gritando.
- ¡Cerdo! ¡Vago! ¡Guarro!, ¡Que no quieres trabajar! ¡Vergüenza debería darte! ¡Parásito!
Me quedé horrorizado de la escena, ¿qué había hecho aquél hombre?, ¿era ahora pecado ser pobre? Pasé al lado del vagabundo y me fijé en él. No se había movido ni un centímetro, permaneció impertérrito ante el aluvión de insultos. ¿Cómo alguien era capaz de machacar a una persona que se encontraba tan mal? Se notaba a simple vista, a aquel pobre ya no le importaba nada, ni siquiera él mismo, arrojaba su cuerpo por los suelos a riesgo de que todos le pisoteasen, y no reaccionaba ante nada; podría haber estado perfectamente muerto y el resultado hubiese sido el mismo.
Pero os puedo asegurar una cosa, que el más miserable de aquella calle
no era ese hombre, sino la bestia que lo vapuleaba en público con la boca llena de odio. ¡Ese sí que tenía miserias en la cabeza! Que la crisis le pille confesado.
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