
Durante muchos años (incluso pocos serían demasiado) cada vez que alguna voz aislada y consecuente sacaba a colación el dilema monarquía-república, otras voces autorizadas y autoritarias se aprestaban a resaltar la inoportunidad del planteamiento. Había temas más importantes que resolver, no era el momento, ya no hacían ruido los sables, pero la inestabilidad económica o la estabilidad social eran prioritarias. Hasta los comunistas habían avalado una Constitución que definía a España como un reino, aunque fuera una taifa del sur de Europa. La izquierda seguía siendo republicana en la intimidad, pero ni un paso más allá. Abundaban las disquisiciones del tipo: yo no soy monárquico, soy juancarlista o soy republicano, pero no lo digo muy alto para no discutir.
Hoy la Corona solicita su admisión en la Ley de Transparencia, advirtiendo que habrá de ser una transparencia limitada. La Corona quiere ser translúcida para limitar los daños algo más que colaterales del caso Urdangarin y la imputación de una infanta, para frenar su vertiginoso descenso de popularidad y credibilidad. La familia real es disfuncional y las familias reales están obligadas a funcionar como modelo, paradigma de la institución familiar sin mácula. Los trapos sucios se guardan en el baúl de la tatarabuela Isabel que se fue al exilio por conducta inmoral y regresó, (parece que los Borbones siempre lo hacen) para seguir cabildeando en los albañales de la política de la época.
Pero la ley de transparencia afectará con diferentes raseros también a los políticos y todos podremos revisar las cuentas que nos presenten, aunque no sus ajustes de cuentas. Expertos en contabilidad creativa y en maquillaje de cifras, los políticos nos mostrarán impecables balances de impecabilidad hasta el último céntimo, tan creíbles como los cuentos que en el día a día nos cuentan, juego de luces y de espejos que disimula en la oscuridad y en la opacidad, sus cuentas en b, en c y en x, sus fondos reservados en paraísos fiscales y sus fondos de reptiles. Si la transparencia fuera total tanta luz nos cegaría como una radiación nuclear, habría explosiones en cadena y quedaría devastada la devastada nación y las multitudes se lanzarían a las calles horrorizadas, indignadas y escandalizadas.
Pero… ¡un momento! Las calles ya están a rebosar de multitudes indignadas, sin ley de transparencia el velo ha empezado a descorrerse y lo que ha quedado al descubierto (solo la punta del iceberg) ha desatado mareas de protesta en todos los frentes. Sus flujos, en esta primavera de crecidas, anegan los prados de La Moncloa y de la Zarzuela. Crecen las aguas del descontento y seguirán creciendo porque incluso los meteorólogos del Gobierno, los más interesados en ofrecer buenos pronósticos, sitúan en un horizonte cada vez más lejano los tiempos de bonanza. No son buenos tiempos para la opacidad, la sombra de Wikileaks y los papeles del Vaticano se ciernen sobre los guardianes de los secretos que pretenden inútilmente sustraerse de las redes y esquivar el bulto. La credibilidad de las instituciones se esfuma con los primeros rayos de luz. Si supiéramos todo lo que tendríamos que saber, todos seríamos antisistema salvo los que viven del sistema, que nos prefieren ciegos y enajenados
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